La vida dans la literatura, CARLOS A. AGUILERA,

Sándor Márai.
¡Tierra, tierra!
Ediciones Salamandra, Barcelona, 2006, pgs. 446.

Carlos A. Aguilera en fogonero emergente

Si a través de las Confesiones de un burgués, libro que Sándor Márai publicara a los 34 años, vamos a asistir a la construcción de un mundo: ése de los encuentros demorados, los movimientos por Europa, la fe en la literatura; en ¡Tierra, tierra!, volumen de memorias que aparecerá años después en Estados Unidos, nos adentraremos en «la aniquilación total de una forma de vida», el horror, tal y como más de una vez el autor de Divorcio en Buda dejó en claro.

Su vida, víctima de la debacle europea en el siglo xx, ilustra de manera trágica como el desmoronamiento de la razón, o su puesta en práctica en nombre de la razón misma (
dixit Lyotard), no sólo dio al traste con un imaginario que entendía lo literario como una pedagogía-de-lo-civil (aunque quizá esto fue lo mejor que le sucediera), sino, con una mentalidad donde el saber iba a ser algo más que el propio hecho de escribir libros, repensarlos..., y la vida, más que el caos o el desastre acostumbrado, una suerte de novelón burgués, folletín.

¡Tierra, tierra!, que se inicia con la llegada de la “bestialidad rusa” a Budapest un año antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, termina precisamente en 1948 con la salida hacia el exilio de la familia Grosschmid, verdadero nombre de Sandor Márai, la imposición de lo que a posterioi llegaría a conocerse como socialismo gulasch (y fuera bastante mimado en Occidente por cierto), y esta sentencia que resume casi todo el libro: “El tren partió sin hacer ruido. (...) dejamos atrás el puente y continuamos viajando bajo el cielo estrellado hacia un mundo donde nadie nos esperaba. En aquel momento –por primera vez en mi vida– sentí miedo de verdad. Comprendí que era libre. Empecé a sentir miedo.”

Pero, qué viene a significar la palabra miedo para alguien que ha vivido aplastado por él durante años?

“Los comunistas sabían que un régimen así sólo puede funcionar en una atmósfera de miedo constante y generalizado ―escribe SM―, así que criticaban en voz alta los libros que testimoniaban públicamente la realidad del terror y su fuerza irresistible (...). Ni pretendían ni esperaban que una persona sensata, tras conocer la realidad del comunismo, siguiera sintiendo entusiasmo por él; les bastaba (...) con esa amenaza que provocaba miedo en sus víctimas. (...) A ellos nos les preocupaba que no los quisieran. Sólo les preocupaba que no los temiesen.”

Márai, que como buen representante de una familia burguesa afincada en Hungría, ha sido denominado por la crítica occidental una suerte de Proust
à la magyar, supo leer de manera compleja la caricatura de su propio tiempo, esa costra que poco a poco iba cubriéndolo todo. En ¡Tierra, tierra!, aunque de alguna manera también en sus diarios, ajusta cuentas con las bellas letras y el nacionalismo centroeuropeo, primero en manos del fascismo y después de la revolución proletaria; con el régimen de Miklós Horthy (que ya lo había conducido a un primer exilio por Alemania y Francia), y con la soledad de una lengua como la húngara, sin apenas parentesco en todo el viejo mundo; con el alma eslava, sobre todo ésa que avanza con el retrato de Stalin en una mano/la kalashnikov en la otra, y con los intelectuales de pacotilla, siempre dispuestos a afiliarse al poder de turno...

Los intelectuales, escribe, “fingían ignorar que un régimen que sólo puede sobrevivir si les arrebata a los seres humanos su libertad –la del derecho a la propiedad privada, de empresa, del derecho al trabajo, de expresión, la de escribir y de afirmar sus convicciones políticas– no puede renunciar a la tiranía porque esa es la única posibilidad de salvaguardar el poder. Los “ingenieros de almas”, cuando se mencionaban tales asuntos, carraspeaban, sonreían confusos y se ponían a hablar de otra cosa.”
Una de las anotaciones más curiosas de estas memorias son precisamente las que tienen que ver con el silencio. Según el novelista, periodista y traductor que fue Márai (recordemos que fue el primero que tradujo los relatos de Kafka al húngaro)
(1), se disiente de un sistema total no porque nos prohíban pensar libremente, en un sistema policíaco ésto será lo primero que se pondrá bajo control, sino porque no nos permiten «callar libremente», y esto más que para los intelectuales es nefasto para el animalito humano. No poder hacer silencio en el momento que decidamos y sobre lo que decidamos es casi peor que no tener un espacio “real” donde expresar lo que se piensa. De ahí, como decía Bataille, que el mundo totalitario vaya contra la enfermedad que es en sí mismo el ser humano, esa fecalidad que lo hace escribir, hablar, moverse...

Puede considerarse esta fecalidad entonces, como parte de ese exilio definitivo que algunos escritores bajo sociedades cerradas han tenido que asumir, y llevó a Sándor Márai –ironías apartes- unos meses antes de que cayera el muro de Berlín, a volarse la cabeza después de haber pasado con la policía de California un curso de “tiro a distancia”?

Pienso que sí, y de alguna manera escritores como Jerzy Kozinski, Stefan Zweig o Paul Celan, para sólo citar a tres centroeuropeos, pudieran corroborar lo dicho anteriormente. En el caso de Márai, no sólo porque sus reflexiones sobre el comunismo ruso-húngaro desde la radio fue uno de los más incisivos de la segunda mitad del siglo xx (su crítica a la doble moral y al despotismo de las instituciones de Budapest en este libro resulta demoledora), sino porque su obra, la misma que durante años estuviera prohibida en la misma lengua que había sido escrita, ha logrado devenir un clásico de la narrativa moderna. Y como sabemos, los clásicos no hablan expresamente en ningún idioma, sobre todo en ningún idioma censurado anteriormente por la ideología, sino en una suerte de cháchara cósmica, algo que aunque nunca entendamos del todo, siempre va a fascinar.


Nota:
[1] Márai (recordemos que fue el primero que tradujo los relatos de Kafka al húngaro)...
A propósito de esto Imre Kertész escribe: “Sándor Márai fue (...) uno de los primeros en reconocer la importancia de Franz Kafka fuera de su ámbito lingüístico y ya en 1922 tradujo al húngaro sus mejores relatos. Cuando Kafka se enteró de ello, enseguida protestó por carta a su editor Kurt Wolff y le señaló que tenía reservada la traducción de sus obras al húngaro a su conocido y amigo Robert Klopstock. Este tal Robert Klopstock era un aficionado a la literatura de origen húngaro que, de hecho, ejercía la profesión de médico (...). La historia es como si el Kafka de carne y hueso se hubiera pasado al mundo ficticio de algunos de sus relatos. Para que se entienda: es como si yo, al enterarme de que Thomas Mann acaba de traducir uno de mis libros al alemán,comunicara a mi editor que confío más en mi médico de cabecera, el cual chapurrea un poco en alemán. (Un instante de silencio en el paredón. Editorial Herder, Barcelona, pgs: 14 y 15.)