Raúl Flores y Ahmel Echevarria


RAÚL FLORES IRIARTE

Creador de la revista de literatura 33 y 1 tercio

Reside en La Habana


DADAÍSTA

Despierta dadaísta el presidente esa mañana. Pide que le traigan un mapa de la nación y lo recorta en pequeños fragmentos. Los barajea sobre la mesa de cristal, como se haría con un juego de dominó. Reordena al azar los fragmentos de isla cartografiada, y así redacta una nueva Constitución. Queda reorganizado el territorio nacional. Por obra y gracia de la lógica dadaísta, Sandino, municipio occidental de la provincia de Pinar del Río, adscrito a la jurisdicción de Baracoa, municipio de Guantánamo. Sirva como ejemplo. Baracoa en Colón, provincia de Matanzas. Bauta, de la Habana, pasa a Placetas, en Villa Clara. Ciudad de la Habana, gracias a la lógica absurda de la postmodernidad, a partir de ese momento en Isla de Pinos. La capital de todos los cubanos rodeada de mar por sus cuatro costados. Comienza todo un proceso de reorganización y emigración controlada. Porque los naturales de Sandino tienen que residir en Baracoa. Y los de Artemisa en Jiguaní. Se traslada a la población a todo lo largo y ancho de la isla en camiones grandes y anchos, hacia nuevos lugares de pertenencia. El presidente aparece esporádicamente por la televisión nacional, para hacer comentarios sobre lo bien que marcha todo. A veces en cámara con par de tijeras en la mano, como supremo símbolo de poder.

Han dispuesto equipos de televisión en el interior de los camiones de carga, para que la población se entretenga mientras recorren kilómetros a todo lo largo y ancho del país. Sirva como ejemplo.


HIMNO NACIONAL

Cuando los presos se resienten, suena el timbre de alarma. Alto y claro, como retintín insoportable. Al menos media hora. Puede volverte loco si no estás acostumbrado. Los presos lo están. Los presos no se resienten muy seguido, pero cuando lo hacen, suena el timbre de alarma. Y después suena el Himno Nacional. Las paredes de las celdas se han forrado con las obras completas de Karl Marx y V. I. Lenin. Dicho sea de paso, el pabellón de castigo, está forrado con poesía y discursos de Mao Tse Tung. Ni cemento ni concreto, solo libros para contener libertades. Paredes de obras completas. Hay que sumar a todo esto los posters gigantescos que cubren los muros de los pabellones. Las altas instituciones proveen a los presos con carteles de la III Internacional o el rostro impertérrito de algún Héroe Nacional. Algunos presos cambian subrepticiamente estos carteles por otros de Marilyn Monroe o Rosa Luxemburgo en pelotas. En las tardes retransmiten una y otra vez el mismo capítulo de Diecisiete instantes de una primavera.

Se cuenta el caso de aquel penal donde los presos se resintieron demasiado. Sonó el timbre un par de horas y después sonó el Himno Nacional. La situación se tornó incontrolable; pesados tomos de Marx y Lenin lanzados por los presos sobre las altas autoridades. Hasta que los del Gobierno Central tiraron un par de bombas para ponerle fin a todo el asunto. Ahora hay una escuela en ese sitio, porque se cuidan las semillas. Se mantienen las paredes de libros, pero no para reformar, sino educar. Y no retener. Cuando los alumnos se resienten, suena el timbre de alarma. Solo que aquí lo llaman por otro nombre, y es timbre de cambio de turno. Antes de comenzar las clases y después de finalizada la jornada escolar, suena, como retintín insistente, el Himno Nacional. Que se le va a hacer.


BALAS

A todos nos ha golpeado alguna vez bala de salva. Muchos no parecen advertirlo, pero así es. Apostados escuadrones enteros en cima de edificios poco altos, casa de vivienda, comercio y vaquería, armados con fusiles de repetición y mirilla telescópica. Disparan al tuntún, a ver que pasa. Por suerte, bala de salva.

No en balde anda el pueblo a paso rápido, cabeza gacha. No vaya a ser que disparen por error sobre uno, a ojo de buen cubero, o por diversión. Las viejas van con revólver y pistola automática a la bodega. Le disparan al bodeguero en la cabeza si son mal atendidas. Solo pólvora seca, pero a tres pies de distancia pica como bofetada. A nadie le gusta ser abofeteado, creo yo. Las cobradoras de multas ya no multan. Te disparan. Por una falta grave, pueden llevarte hasta el pelotón de fusilamiento instaurado para tales fines. Tanta explosión de pólvora puede cegar. Esta es una secuela a ser tomada en cuenta. Se han disparado astronómicamente las ventas de espejuelos oscuros. Las chicas van por ahí como estrellas de cine. A nadie le gusta quedarse ciego, creo yo. (Vigilar y castigar de Foucault constituye un discreto best-seller en los marcos de esta ciudad. No obstante, a pocos aquí les gusta leer. No parecen advertirlo, pero así es.) Si te llevan al pelotón de fusilamiento puedes pasarlo mal. Todo el proceso es filmado y después televisado. Para edificación de futuros infractores, para cosmovisión de los no-ajusticiados. Puedes quedar ciego frente a cámara de televisión, frente a todo el país. A la gente parece gustarle el asunto. Las chicas de espejuelos oscuros, como estrellita de cine. Los fusiles pum pum pum y flores de fuego salen del extremo de los cañones. Los fusilamientos se hacen en la noche, por eso se ven de esa manera. De día no se vería flor de fuego. (Las viejas les disparan a los bodegueros a cualquier hora; pólvora seca bofetada en el rostro.) A los presos comunes les disparan con balas trazadoras. Brilla más y da lustre, dice la Academia. Estos fusilamientos también son televisados y no es flor de fuego saliendo de los cañones de las armas, sino pequeño sendero de luz. No se ve caer a los presos. Los amarrarán a postes, creo yo. Espejuelos oscuros y Foucault en el bolsillo para lo que pueda suceder. Paso rápido, cabeza gacha. Las balas de salva están llegando a su fin, corre el rumor por ahí. No se sabe que vendrá después. Nadie quiere ser golpeado por bala trazadora, creo yo.



Mariscos

fragmentos de: Días de entrenamiento.

otro relato del autor en fogonero emergente


Reside en La Habana


No esperé a que me sorprendieran las primeras arqueadas sentado en mi cama. Me levanté, fui al baño, cerré la puerta e incluso apagué la luz. Pero mi kodama, que tiene un oído muy delicado, me escuchó y abrió la puerta.

—¡Qué carajo estás haciendo! —Gritó.

Me miraba con unos ojos duros, encendidos. Dos pequeñas teas. Demasiado mal genio en tan solo un metro y diez centímetros de estatura.

Volvieron las arqueadas, quise tapar mi boca y me sorprendió el primer buche de aquella flema de un ligero sabor salado. Miré hacia la puerta, mi kodama todavía estaba parado en el umbral, no dejaba de observarme. Yo trataba de aprovechar la penumbra del baño, hacerle creer que simplemente tenía náuseas, pero un hachazo de luz llegaba desde la lámpara de la sala y caía sobre mí.

Intenté respirar profundamente, con calma, olvidarme de la saliva que estaba segregando, el ligero sabor de la flema y la saliva, olvidarme de las arqueadas. Pero al parecer mi kodama ya sospechaba, no tenía sentido ocultarle nada más:

—¡Qué cojones estás haciendo! —Gritó.

Y me sorprendieron las últimas arqueadas.

Me hinqué de rodillas en la bañadera cuidando tener mi boca cerca del tragante. Primero saldría aquel líquido blanquecino, espeso y ligeramente salado, luego vendría lo peor, para después terminar con otra largada de ese líquido.

Con un gesto le pedí que me dejara solo. Asintió, cerró la puerta y quedé a oscuras. Era mejor así.

Mi kodama esperó a que yo terminara, incluso dejó que pasaran varios minutos antes de llamar a la puerta.

—¿Puedo entrar, bellezo?

Le dije que sí y entró. Encendió la luz, con sus manitas me obligó a echarme a un lado.

Me dolía el vientre.

El esófago y la garganta ardían.

Demasiado.

—¡Vaya! —Dijo.

Cerré los ojos. Sé que al menos estuve cerca de diez minutos acostado en la bañera hecho un ovillo. Mi kodama se agachó, me dio unos golpecitos en la mejilla, la espalda. Entonces arrancó un pedazo de papel sanitario y secó mis lágrimas, también limpió el hilo de saliva que caía desde la comisura de mis labios.

—¿Te sientes mejor?

Con un leve gesto le hice saber que sí.

—Ya pasó todo —sonrió.

Sentí unas suaves palmadas en mi hombro.

—¿No quieres ver? —Dijo—. Deberías hacerlo.

Traté de incorporarme. Mi kodama me tomó por un brazo y logré sentarme con la espalda apoyada en las baldosas. Y miré hacia el tragante: dos pequeñas mujeres se movían dentro del charco de flema. Tenían la piel muy clara, el cabello a la altura de los hombros, húmedo —cabellos rizados y oscuros a pesar del color blanquecino de la flema, oscuros y rizados como los vellos del pubis—. Una chica ámbar y una chica topacio moviéndose erráticas, tragando pequeñas bocanadas de aire. Las dos embadurnadas de ese líquido espeso. Sentía un suave olor salado, un ligero olor a mariscos.

—Sabes que te entiendo —dijo mi kodama mientras acercaba su mano a una de las chicas: a la chica topacio—, pero estas son preciosas y están vivas. ¿Ya sabes qué vas a hacer con ellas?

Me encogí de hombros.

Necesitaba escupir. Demasiada saliva acumulándose. Y suavemente me deslicé para luego inclinarme sobre el váter. Arranqué otro pedazo de papel sanitario y limpié mis labios.

Decidí levantarme. Podía hacerlo a pesar del dolor, además debía enjuagarme la boca, tenía ese lejano sabor a cangrejos. Puse bastante pasta dental en el cepillo, incluso después de cepillarme dejé un poco de dentífrico en mi lengua.

—Todavía no me has dicho qué vas a hacer con esas dos mujercitas.

Miré hacia la bañera. La chica topacio se había sentado, la de color ámbar comenzaba a gatear y parecía ir a su encuentro. Respiraban con más calma.

—Cualquier cosa que decidas hacer estará bien para mí —dijo y me tomó del brazo—, pero debo decirte que ahora sí sería un crimen.

Mi kodama volvía a tener los ojos duros. Encendidos. Como dos pequeñas teas.

Me incliné sobre la bañera. Con la punta de mi dedo toqué a la chica ámbar y se apuró en llegar y tumbarse junto a la otra. La sentí tibia. A pesar de la flema estaba tibia. Acerqué mi dedo a la chica topacio. Me miró, pero la luz de la lámpara la obligó a bajar la cabeza. Toqué su pequeño vientre, el pubis húmedo, metí mi dedo entre sus rodillas. Quería abrir sus piernas, sin embargo desistí.

Limpié el dedo en mi short.

—Ahora es diferente —dijo mi kodama—, ahora sí que es diferente y lo sabes.

Escupí.

Fui a mi cuarto.

Necesitaba descansar.

Me sentía agotado, me dolía el vientre. Mucho. El esófago y la garganta ardían. Decidí acostarme.

Mi kodama entró a la habitación, subió a la cama y me cubrió con una sábana.

—Tienes razón, sería un crimen —dije.

Sentí unas suaves palmadas en mi hombro.

—¿No te parece que son muy bellas? No te preocupes, bellezo, me encargaré de todo.

—Gracias. Hablaremos mañana.

Bajó al suelo.

—Descansa.

Y lo vi sonreír.

Apagó la luz, salió del cuarto.

Era mejor estar así, en penumbras, a solas. A pesar del dentífrico pasaría la madrugada sintiendo el maldito sabor a cangrejos. Toda la madrugada. Lo sabía.